Humanista entre libros

Vicente Quirarte

 Algunos de mis más distinguidos profesores y compañeros  de generación se reúnen para conversar con el doctor José Moreno de Alba. Con  justicia recibe el nombre de homenaje pero, como me atrevo a pensar que sería su  deseo, es un taller cuyos participantes resaltarán aquello que más le place:  trabajar, meditar y discutir sobre temas a cuya enseñanza e investigación ha  dedicado, profesionalmente, la mayor parte de su vida. Algunos de mis colegas  presentes pueden dar testimonio del sufrimiento que para los aspirantes a  poetas o críticos literarios, que rompen sus lanzas en la Facultad de Filosofía  y Letras, la lingüística y sus afluentes se nos presenta como una orografía  indescifrable. Sin embargo, con el paso del tiempo, varios hemos aprendido a  amar la poesía subyacente debajo de la exactitud, la importancia que para la  mejor respiración de la lengua tiene la evolución de las palabras y el  conocimiento de las estructuras profundas del lenguaje. En segundo lugar, expreso  mi gratitud porque la ocasión me permite expresar públicamente mi  reconocimiento y mi afecto a un universitario que ha dejado huella de  honestidad, rigor y transparencia en todos los escenarios donde sus múltiples  talentos han exigido de su capacidad académica y directiva.

Cuando Pilar Maynez me invitó a este Congreso,  inmediatamente le dije que el título de mi trabajo sería “José Moreno de Alba,  humanista entre libros”. No escapaba a mi atención —ni escapa ahora— la  obviedad humillante de la frase. A combatir ese lugar común trataré de dedicar  los siguientes minutos. Decía José Joaquín Fernández de Lizardi que no todos  los que saben leer saben leer. En principio, parecería obligación ineludible  que el humanista formado en los libros y para los libros debiera serles fiel en  el significante y en el significado, es decir, vivir con ellos y cuidarlos con  la misma pasión e inteligencia con la cual ellos le sirvieron.  Desgraciadamente, lejos estamos de semejante utopía. El imperio bucanero de la  fotocopia y de la red —cuyas bondades no cabe aquí poner en discusión— ha  provocado un paulatino desprecio por esa criatura viva bautizada libro, y que  así será llamada a pesar de los mercadotécnicos que intentan darle el nombre de  soporte papel.

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 En el Telde, Tenerife, 2007 © Cecilia Gutiérrez

José Moreno de Alba, capitán de fragatas y galeones  universitarios que exigieron de él conocimiento de corrientes y huracanes, fue  durante ocho años director del Instituto de Investigaciones Bibliográficas.  Desde un principio, sin perder la esencia de un Instituto que forma parte del  Subsistema de Humanidades, estableció claramente que, no obstante estar a cargo  de la unam, la Biblioteca Nacional  no era otra biblioteca de nuestra institución —que cuenta en sus diversas  instalaciones con espléndidas colecciones y servicios— sino el repositorio de  la memoria de un país rico en sus logros y contradicciones, en sus ensayos  políticos y sus lentas pero permanentes conquistas. Ingresaba de tal modo al  gremio de los tolerados, de aquellos  que sin ser bibliotecarios de profesión tienen como objetivo llevar a buen  puerto la memoria del país, contenida en los acervos de la Biblioteca y la  Hemeroteca Nacional. Aceptó el desafío y desde un principio comprendió que su  función principal residía en comprender que una biblioteca no es una  acumulación de páginas momificadas, sino una riqueza, como la del lenguaje, en  constante transformación. Para hacerla accesible era necesario utilizar las  armas de la técnica sin perder la raíz humanística. Bajo su administración, dio  comienzo la automatización de la memoria nacional y el catálogo se inscribió en  las bondades electrónicas. Las ahora venerables tarjetas, ya casi marfileñas,  que fueron durante muchos años la guía para navegar por tal océano, fueron  sustituidas por signos que llegaban, con la velocidad evidente de la luz, a los  ojos y el intelecto del usuario. De la misma manera, era indispensable que los  materiales tuvieran la conservación y la accesibilidad necesarias. Para llegar  al momento en que Moreno de Alba se enfrentó a la delicada responsabilidad de  preservar semejante riqueza, es necesario recordar que en 1979, como parte de  los festejos del cincuentenario de la autonomía universitaria, fueron inauguradas  las soberbias instalaciones del Centro Cultural Universitario, que incluían el  edificio conocido como Unidad Bibliográfica, sede de la Biblioteca Nacional,  así como de la planta académica del Instituto de Investigaciones  Bibliográficas. Concluía de tal modo una etapa heroica y fundamental del  venerable ex convento de San Agustín, formador de varias generaciones de  lectores hedonistas y de investigadores profesionales. Con todo, las  publicaciones más antiguas, aquellas que formaban el fondo de origen y lo que  se conocía como fondo reservado, permaneció en el antiguo edificio. El tiempo y  los elementos exigieron instalaciones que garantizaran la preservación y el  acceso de los materiales. De acuerdo con el Diccionario de autoridades, reserva “metafóricamente vale por arte o cautela para no descubrir el interior”. Reservar es también sinónimo de “restringir, limitar, o no comunicar alguna cosa o el  ejercicio de ella”. Sin embargo, en su primera acepción, reserva significa “guarda o custodia que se hace de alguna cosa, o prevención de ella  para que sirva a su tiempo”. Tal es el sentido más noble que desde su  concepción tuvo el Fondo Reservado de la Biblioteca Nacional: encontrar o  construir un sitio adecuado para depositar, conservar y consultar adecuadamente  aquellos materiales que por su antigüedad y rareza, y debido al tiempo que  llevan de vivir en compañía de los hombres, precisan, en varios sentidos, de  mayores cuidados.

Para cumplir cabalmente con tal objetivo, el doctor  Moreno tuvo entrevistas, firmes y convincentes, con autoridades universitarias  y federales. El resultado fue la obtención de recursos para construir un nuevo  edificio —al lado del original— que alojaría al Fondo Reservado. Sin la  publicidad que las administraciones faraónicas necesitan para justificar sus  excesos, el edificio fue inaugurado y puesto en funcionamiento. Actualmente, es  uno de los orgullos de la Universidad, y la prueba fehaciente de que nuestra Casa  tiene los elementos para custodiar y ofrecer de la mejor manera el acervo que  la nación le ha encomendado. El mérito indiscutible del proyecto se halla en  José Moreno de Alba y en el rector José Sarukhán. Ambos comprendieron la  delicada responsabilidad que para nuestra institución significaba conservar en  las mejores condiciones el material que integra nuestra memoria como país. Las  recientes y desafortunadas afirmaciones sobre la creación de una Biblioteca  Nacional, así como la demagogia numérica del discurso oficial han dado la razón  a la clarividencia de Moreno de Alba.

Además de las tareas que cumplió puntualmente como  director del Instituto, el doctor Moreno encabezó varias ediciones que ya  forman parte de la memoria bibliográfica nacional. Bajo su administración  prosperó la Nueva Gaceta Bibliográfica, lazo de unión entre el personal  académico del Instituto. Consciente de que la bibliofilia es un arte mayor de  la memoria, encabezó el proyecto Los  impresos universitarios novohispanos del siglo XVI, en cuya presentación  establece una poética de la imprenta cuando escribe que “la tipografía es en  efecto un lenguaje. Con él puede recrearse la voz del pasado y también dejar en  cada composición, en cada selección de tipos, en la limpieza y en el empleo  meticuloso del espacio de cada hoja, la expresión personal del artista impresor,  su propia arquitectura tipográfica”. Con las técnicas de impresión de los  grandes maestros, Juan Pascoe imprimió la obra en su trapiche michoacano, con  técnicas, tipos y papel lo más próximos a los originales, del mismo modo en que  lo hizo con las fábulas de Esopo, traducidas por Salvador Díaz Cíntora, y que  forman parte del manuscrito conocido Cantares  Mexicanos, uno de los grandes tesoros que custodia la Biblioteca Nacional.  Digna de mención es también la obra Casas-bibliotecas de mexicanos, donde un  grupo de leales amadores de los libros rinden testimonio de su fe en esos  navíos que desafían la ignorancia y la intolerancia.

Imposible negar que he utilizado el tiempo que me  corresponde para hacer una defensa de la Biblioteca Nacional ante los actuales  embates de la peligrosa y frívola ignorancia de quienes detentan —por mandato  presidencial— las riendas de la cultura. Mi justificación es que el doctor José  Moreno de Alba fue, con hechos concretos antes que con declaraciones vacías, un  gran defensor de la Biblioteca, tanto cuando tuvo a su cargo la delicada  responsabilidad de armonizar esfuerzos de sus recursos humanos y materiales,  como cuando sintió el deber moral de continuar esa defensa. A raíz de la  presentación del Plan de Cultura del gobierno federal, se multiplicaron los  argumentos en torno a la creación de la Biblioteca Nacional. En su discurso, el  señor presidente quiso olvidar y hacernos olvidar que la Biblioteca Nacional de  México es una de las más generosas instituciones republicanas, establecida al  día siguiente de la victoria de Benito Juárez sobre la intervención armada de  un país extranjero. Desgraciadamente, fueron varias las voces que se levantaron  para señalar, de manera superficial y sin conocimiento de causa, la  inconveniencia de que el fondo nacional permaneciera bajo la custodia de la  Universidad. Por fortuna, hubo voces, menos numerosas pero más lúcidas, como la  de José Moreno de Alba. En una carta a Enrique Krauze, publicada en el  periódico Reforma del 30 de agosto de  2002, Moreno señalaba: “…no debe olvidarse que la unam no sólo ha custodiado y facilitado la consulta de  fondos primitivos con que contaba la Biblioteca Nacional cuando le fue  entregada, sino que la mayor parte de su acervo actual ha sido incorporado a la  Biblioteca Nacional precisamente a partir de la administración universitaria.  Estrictamente hablando, ha sido la Universidad la que ha venido formando la  Biblioteca Nacional (en sus acervos, en sus inmuebles, en su  automatización…). Sin duda, puede y debe mejorar todavía mucho. Para ello es  necesario, entre otras cosas, que el Gobierno le proporcione un presupuesto  adecuado y que éste, de alguna manera, se discrimine del que entrega a la UNAM para los servicios de educación  superior, de investigación y de difusión cultural”.

Como sus amigos y colegas saben, el doctor Moreno es  un fino y selecto contador de historias. Una de las que mejor recuerdo es aquélla  del hombre que llega a los cien años de edad. Alguien le pregunta: “¿Y cómo le  ha hecho?”. El interpelado responde: “El secreto está en no contradecir a  nadie”. “Pero es que eso no es posible”, dice el otro. “Pues entonces no”,  concluye el centenario. José Moreno de Alba es y no es como el personaje del  cuento. Lo es porque domina el difícil arte del escucha, en un mundo  contaminado que quiere exclusivamente hacerse oír. Lo es porque en todo momento  ha manifestado firmeza y fidelidad a sus convicciones más profundas. Un repaso  de su hoja de vida —como se llama en español colombiano al curriculum vitae— lo muestra, desde muy joven, frente a  responsabilidades académicas que le exigían cada vez mayor rendimiento  intelectual, pero también ante responsabilidades administrativas que reconocían  la rectitud de su juicio, su integridad y su firmeza. En la plenitud de su capacidad  intelectual, el doctor José Moreno de Alba disfruta en este momento de las  recompensas de su carácter que es destino. Agradezcamos su defensa del libro y  del lenguaje, “ese océano sin fin totalmente creado por el hombre” y que en él  tiene a uno de sus más leales custodios.

_  El primero de octubre de 2002  tuvo lugar un Encuentro de Lingüística en la ENEP Acatlán, cuyo resultado fue  el libro Estudios de lingüística y  filología hispánicas en honor de José G. Moreno de Alba, publicado por  nuestra Universidad. En esta ocasión, Vicente Quirarte escribió esta semblanza,  centrada en el papel del distinguido Emérito como director de la Biblioteca  Nacional. De ahí el tiempo presente de su escritura.

Revista de la Universidad de México

N° 115 Spetiembre 2013

 

 

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