Foto: Colmex.

 

México, tierra de acogida: 80 años del exilio republicano

 

Presidenta de El Colegio de México,

Señoras y Señores.

 

En 1939, con el final de la Guerra Civil, España expulsó de su país a casi medio millón de personas. Personas con nombres y apellidos, con vidas corrientes, con una casa y una calle en la que despertaban cada día y de la que tuvieron que marcharse. Algunos de ellos, para siempre.

No se me ocurre una condena más terrible para un ser humano: abandonar a la fuerza a tu gente, a tus amigos, a tu familia; abandonar el paisaje en el que has crecido; abandonar tu profesión, tus objetos, tus costumbres felices. Abandonar, en muchos casos, tu propia lengua. Toda tu identidad.

Por eso, la deuda de España con México no puede ser pagada: porque en ese trance terrible, recibió con los brazos abiertos a decenas de miles de españoles que huían de su país. “¿Necesitas una patria?”, les preguntó. “Yo te la ofrezco”.

Luis Buñuel, el gran cineasta español, no sentía en su juventud ningún interés por Latinoamérica. Cuando acabó la Guerra Civil y tuvo que exiliarse, decidió irse a Estados Unidos. Estaba viviendo allí, a la espera del permiso de residencia definitivo, cuando le invitaron a México para hacer una película. Y entonces vino y se enamoró inmediatamente del país. Abandonó la idea de vivir en Los Ángeles y se instaló en Ciudad de México. Pasó en este país casi veinte años, y llegó a considerarse a sí mismo mexicano. Murió aquí.

En sus memorias dice: “México es un verdadero país, en el que los habitantes se hallan animados de un impulso, de un deseo de aprender y de avanzar que raramente se encuentra en otras partes. Se añaden a ello una extrema amabilidad, un sentido de la amistad y la hospitalidad que han hecho de México, desde la guerra de España hasta el golpe de estado de Pinochet en Chile, una tierra de asilo seguro

Aún hoy, en estos tiempos de Migraciones turbulentas que vivimos, México sigue siendo esa tierra de acogida de la que es posible enamorarse. Una tierra que, incluso cuando se llega a ella huyendo de una persecución o de la miseria, resulta consoladora. No va a haber ningún muro que cambie eso.

El exilio español en México tiene una luz deslumbrante porque algunos de nuestros mejores poetas, creadores e intelectuales se establecieron aquí. Pero el exilio trajo a estas tierras también —o sobre todo— a asalariados del campo y de la industria, amas de casa, pequeños propietarios, científicos, gentes de profesiones liberales, profesores, maestros y médicos de diferentes ideologías.

No contaminemos al exilio de romanticismo ni de épica. El exilio es abominable siempre. Aunque gracias a él, a veces, se hayan creado algunos de los versos más hermosos. El gran éxodo republicano de 1939, el último de los grandes exilios de la historia de España, cumple en 2019 80 años. Entre 1936 y 1939 —ustedes lo saben— España vivió uno de sus periodos más cruentos. La Guerra Civil puso a prueba el orden internacional y mostró las debilidades de la entonces Sociedad de Naciones.

Queremos un mundo en el que eso no pueda pasar. Un mundo en el que Naciones Unidas y el multilateralismo tengan la fuerza de imponer la prudencia y de parar las guerras. Por eso nos gusta tanto la Unión Europea, uno de los proyectos políticos más ambiciosos y más benéficos de nuestro tiempo.

En aquella época, aquello no fue posible. Mientras el pueblo defendía sin apenas recursos la democracia española, fueron pocos los países que mostraron su solidaridad con la República. Entre ellos, destaca de forma sobresaliente México, que alzó su voz en el ámbito internacional para pedir apoyos hacia el Gobierno legítimo de Azaña.

La solidaridad mexicana de aquellos tiempos de guerra es admirable. Brindó apoyo y suministros, en la medida de sus posibilidades, y realizó gestiones diplomáticas para habilitar cauces de compra cerrados para los españoles. Se sumó a las Brigadas Internacionales para luchar en una tierra que les era ajena con el objetivo de derrotar al fascismo. Y acogió a los llamados Niños de Morelia, que huían de un conflicto traumático en el que la población civil se había visto más afectada que en ninguna guerra anterior.

Por un lado, crueldad, barbarie y sinrazón. Por el otro, generosidad y acogida. Empezar de cero en un país nuevo nunca es fácil. Los españoles que llegaron aquí, desprovistos de casi todo, se agruparon en ciertos barrios del centro. Hoy hay una calle que se llama Vía del Exilio Español. La que entonces se llamaba calle de López, perpendicular a la Alameda Central. En esa calle, las familias se organizaban para salir adelante, para sobrevivir.

Muchas veces las mujeres —esas mujeres valientes del exilio— fueron las primeras en obtener ingresos para reconstruir los hogares perdidos, para mantener la moral alta, para transmitir la memoria y para sostener viva la esperanza del regreso.

En Ciudad de México quedan muchos rastros de aquellos tiempos. Algunos bares del centro se convirtieron en tertulias políticas de españoles, en las que se debatía sobre la guerra y se maldecía la suerte de Franco. En ellas convivían españoles de todo tipo: artistas, escritores, militares, militantes y obreros manuales. Todos unidos por la causa de la libertad.

El gobierno de Lázaro Cárdenas hizo posible además una idea luminosa: crear en México un centro para permitir que un buen número de profesores universitarios y de intelectuales españoles pudiera proseguir su tarea durante la tormenta de la guerra. Así se fundó en 1938 La Casa de España, el germen de este Colegio de México que hoy nos acoge. La dirigió hasta su muerte el gran ensayista mexicano Alfonso Reyes y recibió a figuras de la talla de Luis Recasens, León Felipe, José Moreno Villa, José Gaos, Enrique Díez-Canedo o Gonzalo Lafora, entre otros muchos.

México fue una patria, sí. Una patria verdadera. Luis Cernuda, otro de los grandes poetas de la Generación del 27 que tuvo que abandonar España, llegó aquí después de haber pasado varios años en Gran Bretaña. Y escribió sobre sí mismo: “El sentimiento de ser un extraño, que durante tiempo atrás te perseguía por los lugares donde viviste, allí —aquí, en México— callaba, al fin dormido. Estabas en tu sitio, o en un sitio que podía ser tuyo; con todo o con casi todo concordabas, y las cosas, aire, luz, paisaje, criaturas, te eran amigas. Igual que si una losa te hubieras quitado de encima, vivías como un resucitado”.

México permitió a miles de españoles resucitar. Rehacer su vida en un paisaje y con unas gentes que les eran amigas, como decía Cernuda. Esta deuda no puede pagarse. O puede pagarse, sólo, con gratitud. El fruto cultural del exilio republicano en este país resulta prodigioso. Aparte de este Colegio de México, es preciso recordar el Ateneo Español de México, que celebra en 2019 sus 70 años de existencia. En él perduran un archivo y una biblioteca extraordinarios. Y en él se impartieron conferencias, y se organizaron tertulias y exposiciones, que fueron fundamentales para acercar la cultura democrática española a la sociedad mexicana.

Los exiliados fundaron editoriales propias y colaboraron intensamente en otras mexicanas, como en el Fondo de Cultura Económica, donde sus traducciones son todavía imprescindibles. Aquellos libros, que entraban clandestinamente en España, contribuyeron a alimentar la conciencia de los españoles del interior.

Porque los exiliados españoles no dejaron ni un momento de mirar hacia lo que ocurría en el interior de su país. Tenían dos patrias: la de aquí y la de allí. La nueva y la que habían perdido. Enviaron dinero para apoyar a los presos políticos y denunciaron los asesinatos y las persecuciones de la dictadura. Luis Buñuel, María Zambrano, Max Aub, León Felipe, Luis Cernuda o Manuel Altolaguirre fueron algunos de los exiliados españoles ilustres que eligieron México para vivir esa segunda vida. Algunos, como Buñuel o Cernuda, murieron aquí, y aquí permanecen ya para siempre.

Pero lo vuelvo a decir: no arrojemos ningún romanticismo sobre el exilio. Es siempre un trance terrible. Miremos hoy hacia los exiliados actuales de tantos países que viven vidas truncadas, hacia los migrantes que huyen de la miseria, de la persecución o de la violencia. Y recordemos que eso fue, en algún momento, lo que les pasó a los españoles en 1939. Como en estos días, en Venezuela. Ningún gobernante es virtuoso y ningún gobernante tiene legitimidad si sus ciudadanos se ven obligados a marcharse de su país. Dan igual las razones doctrinales que tenga. Dan igual los intereses que estén en juego. La emigración forzada o el exilio son intolerables. Y son insostenibles.

Porque la democracia —recordémoslo siempre— no es únicamente un sistema electoral. La democracia es el sistema que respeta a las minorías y que permite a sus ciudadanos establecer un proyecto de vida autónomo y libre. A todos sus ciudadanos. Si esos ciudadanos tienen que marcharse a otra parte en busca de un trabajo, como ha pasado en España en la última década, la democracia se debilita. Y si tienen que marcharse en masa en busca de un plato de comida o de la libertad, como lleva años pasando en Venezuela, la democracia se revienta.

En 1939 fue España. En 2019 hay focos de exilio, desgraciadamente, por todo el planeta. Sirios que huyen de la guerra, africanos que huyen del hambre, venezolanos que huyen de un régimen hostil, centroamericanos que huyen de todo eso a la vez…

Son personas, seres humanos que abandonaron su casa. Que dejaron atrás a veces a quienes amaban, a sus familias, a sus hijos. Que arriesgan su vida. Que no saben si volverán a tocar con los dedos la tierra en la que nacieron. Son personas, no actores de un juego de geoestrategia. Son seres humanos, no tienen código de barras. No son intercambiables.

Yo soy político y creo en la política. Pero sólo si es capaz de mirarlo todo en dimensiones humanas. Si trata de mejorar la vida de la gente. Si se acuerda cada día de que muchas personas están en ese momento abandonando a la fuerza su pequeña patria para irse a otra parte.

El Gobierno que presido quiere recuperar la memoria del exilio republicano para España. Durante décadas, un puñado de investigadores se ha dedicado a mostrar el legado de aquellos hombres y mujeres. Ha llegado el momento de que sea el Estado el que rinda homenaje al exilio y haga todo lo posible para darlo a conocer entre los españoles de hoy.

Soy consciente de que llegamos tarde. La mayoría de aquellos compatriotas ya no está entre nosotros. Pero su trabajo, su ejemplo y sus obras permanecen. Ha llegado el momento de pedirles perdón, de reconocer su sacrificio y de devolverles su lugar en la historia de España.

Tenemos una mala noticia. Hoy, en todo el mundo, hay nostálgicos de los tiempos terribles. De los nacionalismos excluyentes, de la incomunicación y de la intolerancia. También en España ha vuelto a haber nostálgicos del franquismo. Apuestan por recortar los derechos de las mujeres o de los que no piensan como ellos. Apuestan por cerrar las fronteras para que nadie pueda encontrar en España su segunda oportunidad de vida. Apuestan, en fin, por reivindicar lo peor de nuestra historia.

Este resurgimiento de lo peor que tuvimos prueba la necesidad imperiosa de que recordemos. De que recordemos siempre. En las escuelas, en la acción política, en la sociedad civil. Sin ningún rencor, porque el rencor ensucia cualquier pensamiento, pero sin ningún titubeo. Debemos recordar porque aquellos que sufrieron el exilio merecen —merecéis —ese acto de justicia. Pero debemos recordar, sobre todo, porque queremos que eso no vuelva a producirse nunca. En ningún lugar, en ningún país. Nunca.

Quiero acabar con una imagen simbólica que resume la deuda que la España democrática tiene con México. Manuel Azaña, el presidente legítimo de la República, se exilió en Francia, como ustedes saben bien. En el verano de 1940, enfermo y perseguido por las fuerzas alemanas, que habían ocupado ya buena parte del territorio francés, fue trasladado en ambulancia a Montauban. Allí fue a visitarle el ministro plenipotenciario de México, Luis Ignacio Rodríguez Taboada, quien se convirtió, en aquellos últimos meses de vida de Azaña, en su amigo y en su protector.

Cuando Azaña murió, en noviembre de ese año, las autoridades de Petain prohibieron que se colocara sobre su féretro la bandera republicana para no irritar a Franco y a los nazis. Rodríguez Taboada le dijo entonces al prefecto francés unas palabras que la historia no va a olvidar nunca: “Lo cubrirá la bandera de México. Para nosotros será un privilegio. Para los republicanos, una esperanza. Y para ustedes una dolorosa lección”. México, una vez más, fue una patria.

Muchas gracias.