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 El ocaso de la monarquía (II)

 Marisa Hernández Ríos *

También hoy, ya en la segunda década del nuevo milenio, el debate se agudiza, y mucho, dada la lluvia ácida que cae sobre el palacio de la Zarzuela ante la mirada atónita de un pueblo que, entre sonrisas llenas de sátira y enfados encolerizados e indignados, observa los muchos escándalos que salpican a esta monarquía que durante un tiempo hizo sentir orgullo a gentes de todos los signos, fueran de derechas, de izquierdas o de simpatías republicanas.

    El juancarlismo, instalado y señalado como ejemplo de la “profesionalización mayestática”, hizo pensar a muchos de estos orgullosos españoles que difícil lo tendría el sucesor de la corona, en la persona del príncipe de Asturias, para mantener el prestigio de su padre, así como su esposa para igualar la profesionalidad y respeto de su magnánima suegra. Corrupción, especulación inmobiliaria, escándalos económicos y sexuales, cacerías indignas, negocios turbios, juegos a doble banda, herencias recibidas, sospechas de paraísos fiscales… es la propia familia real la que puede terminar con la monarquía. Hay quien, con ánimo de legitimar la monarquía en estos momentos de crisis inimaginada, opina y hace saltar a los medios lo importante que sería una abdicación a tiempo; aspecto que hace al heredero dar pasos estratégicos con pies de plomo.

    “La persona del rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad”: máxima de la constitución que hace que sobre muchos de los temas investigados y publicados se extienda una marca de la casa denominada censura, a pesar de ser aspectos que pueden ser documentados y materializados en trabajos profesionales como los realizados por el periodista Jon Lee Anderson, quien no pudo ver publicado su artículo por esa especie de conspiración de silencio de la prensa española que censuró su trabajo en 1998 (ver este texto de Pascual Serrano).

    Lo mismo ocurre con el resto de los medios de comunicación en todo lo que haya tenido que ver con la vida y (no) milagros del rey de España, cuya misión ha estado con toda probabilidad más cerca del afán de informar con anestesia, para contribuir al requisito constitucional, así como a múltiples intereses que escapan de las manos y miradas del gran público; dicha conspiración del silencio, tal y como el senador vasco Iñaki Anasagasti señala en su libro Una monarquía protegida por la censura (Tres Cantos [Madrid]: Foca, 2009), hace partícipes a políticos, medios de comunicación, personajes influyentes… al entender a la monarquía como única fórmula de gobernabilidad. Visto así, no podemos sino evocar aquella imagen del genial Francisco de Goya, perteneciente a sus pinturas negras, en la que representa a dos españoles atacándose a garrotazo limpio, fórmula perfecta que ilustra, como en varios acontecimientos de nuestra historia, lo muy capaces que somos para acabar con nosotros mismos.

    Los españoles, inmersos en una crisis interminable y exterminadora como la que vivimos en el  presente, entre tasas de paro escalofriantes, desahucios de casas impagadas que hacen de las clases media y baja pobres en potencia, de jóvenes universitarios muy bien formados blanco de la nueva mano de obra inmigrante en espacios en los que ser bien explotados, de bancos que —como una nota de prensa referiría— dan paraguas cuando sale el sol y los quitan agresivamente cuando cae la tormenta, miran y miran y desconfían y vuelven a desconfiar de esa monarquía que era ejemplo para un pueblo iluso, confiado y acostumbrado históricamente a tener un padre (aunque mejor habría sido, sin duda, esperar de una madre), que llamara al orden en momentos de desconcierto.

    ¿Es ahora la monarquía la que puede dar consuelo, ánimo, ejemplo? No sirve desde esas instancias pedir perdón; ya lo hizo don Juan Carlos tras la cacería del pobre elefante por tan sólo unos treinta mil eurillos. En tiempos de crisis, ¿qué puede suponer esta cifra para familias que no pueden ni comer, pagar la luz o dar a sus hijos por lo que tanto han luchado? Y el pueblo aplaudió su, en esta ocasión, falta de soberbia y su mucha humildad —aunque las cuentas finalmente las rendirá la historia y en ello, espero, que una mayor, merecida y necesaria justicia.

    Lo cierto de todo este caos, del que sólo presento una mínima y nada específica descripción de la complejidad y corrupción que caracteriza, es que lo que no pudo hacer el gobierno de la república desde el exilio, lo que no pudieron combatir los republicanos desde su exilio interior, lo que no pudo conseguir la propia democracia ni su falsa “libertad de expresión”, lo consigue ahora la propia monarquía y su entorno. Con amigos tan poderosos desde dentro, ¿para qué hacen falta enemigos más frágiles desde fuera? Indignación y dificultades para silenciar lo irremediable pueden cambiar el signo de la historia en la España del siglo XXI. ¿Será posible o estamos enfrentándonos a una quimera?

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