El arquitecto Juan Armindo Hernández Montero, presidente de la institución, repasa su historia con motivo de su bicentenario.

En primer término, el retrato de Joaquín Costa en una de las salas del Ateneo de Madrid.LUIS SEVILLANO

Nota por El País

JUAN ARMANDO HERNÁNDEZ MONTERO

Fue un mal comienzo de siglo. Las peleas de Fernando con su padre Carlos IV acabaría en su abdicación y entronización de Fernando VII como rey. Una errónea colaboración con Napoleón en su guerra contra Inglaterra invadiendo Portugal y la abdicación de Fernando VII en su padre que había concertado abdicar en el propio Napoleón, terminó con el nombramiento del hermano del francés como José I rey de España, ya lo era de Nápoles. No hubiera sido mal camino, de nuevo Francia y España unidas, como ocurriera cuando vinieran los Borbones a principios del S. XVIII, pero esta vez con mejores vientos. ¿Por qué no con los Bonaparte a principios del S. XIX, era una mala solución? José I lo había hecho bien en Nápoles, un reino de donde también había venido Carlos III, que tampoco fue mal rey. Durante su reinado en Nápoles el rey José promulgó una constitución, abolió el feudalismo, reformó la administración, fundó escuelas y comenzó la modernización de la economía. Las mismas tareas que necesitaba España.

La presencia de las tropas de Napoleón en España, realmente destinadas a invadir Portugal en su guerra contra Inglaterra, y la reacción popular del 2 de mayo, seguida de una violenta represión, provocó el inicio de una guerra que nunca debió de producirse. La doble abdicación y el retiro de ambos reyes a las posesiones y rentas que Napoleón les adjudicara en Francia, reunía toda la legalidad del mundo. América no se hubiera independizado, no entonces al menos. La historia de todo el mundo hubiera sido otra diferente.

Pero la Iglesia y lo más reaccionario del país se opusieron. No les gustaba el aire republicano que trata este rey constitucional que, sin violencia, había logrado la corona de España de manos de un Emperador que había cambiado casi todas las monarquías de Europa. Frente a ellos, los intelectuales y funcionarios mejor preparados creían en la misión regeneradora de José I, en que eliminaría el absolutismo y el oscurantismo propio de aquella España tan retrasada en tantos aspectos a principios del S. XIX. Leandro Fernández de Moratín animaba a José Bonaparte a la construcción de una sociedad basada en la razón, la justicia y el poder. Como Carlos III mejoró Madrid, creó muchas plazas entre ellas la de Oriente y por ello se le llamó “el rey plazuelas”. Quiso fundar el Museo de Bellas Artes; no le dio tiempo. Su idea acabaría haciéndola realidad Fernando VII cuando crea el Museo del Prado en lo que era el Real Gabinete de Historia Natural fundado por Carlos III. Perdimos esa oportunidad de progreso y ganamos la del retroceso con la vuelta de Fernando VII. La Constitución de Bayona pudo ser el epitafio del absolutismo. Aunque en ella había una oferta de mantenimiento de los privilegios de la iglesia, aquella era una iglesia a la que las palabras de Igualdad, Libertad y Fraternidad que traía esa monarquía le parecían muy sospechosas, aunque encajaban con la más primigenia e incontaminada esencia del proyecto del cristianismo.

El país se partió en dos, en reaildad en tres, junto a los antiespañoles absolutistas estaban, incomprensiblemente, los liberales antifranceses ideológicamente más próximos a los afrancesados, todos ellos ilustrados. Fue imposible el entendimiento entre ellos. Un malentendido patriotismo hizo imposible toda aproximación entre la Constitución de Bayona y la de Cádiz redactada en común con los españoles de América. Seis crueles años de guerra acabaron con el reinado de José I. A su llegada, Fernando VII, al que el pueblo le regalara el reino del que había abdicado dio un Golpe de Estado con el que regresó al absolutismo. Era previsible esa felonía en una persona que felicitaba a Napoleón cada vez que sus mariscales ganaran una batalla. Fueron seis años terribles que terminaron en 1820 con el levantamiento de Riego. Con él volvía a ser posible lograr un futuro para la España que “podía haber sido y no fue”. En 1820, sin embargo, solo se inició el trienio liberal.

Aquel año de 1820 nació el Ateneo Español, Sociedad Patriótica y Literaria. Lo hizo un 14 de mayo declarando con el más genuino espíritu de las luces que “sin ilustración pública no hay verdadera libertad, de aquella dependen principalmente la consolidación y progreso del sistema constitucional y la fiel observancia de las nuevas instituciones. Preparados de estas verdades varios ciudadanos celosos del bien de su patria apenas vieron felizmente establecida la Constitución en la monarquía española, se propusieron formar una sociedad patriótica y literaria con el fin de comunicarse mutuamente sus ideas, consagrarse al estudio de las ciencias exactas, morales y políticas, y contribuir en cuanto estuviera a su alcance a propagar las luces en sus conciudadanos”. Algo empezaba en Madrid lleno de ímpetu y de una alegre ilusión.

Fernando VII había dicho “Caminemos todos y yo el primero por la senda constitucional”. Aunque con seis años de retraso y oscurantismo, le creyeron. Ignoraron su espíritu esencialmente felón. Creyeron que lo que “había podido ser y no fue” iba ahora a convertirse en realidad. El segundo de los artículos del Reglamento del Ateneo se proponía “discutir tranquila y amistosamente cuestiones de legislación, de política de economía y, en general, de toda materia que se reconociera de pública utilidad a fin de rectificar sus ideas los individuos que la componían, ejercitándose al mismo tiempo en el difícil arte de la oratoria, llamar la atención de las Cortes o del rey con representación legal en que la franqueza brillase a la par que el decoro y por último propagar por todos los medios los conocimientos útiles. No cabían mejores propósitos.

La conciencia del retraso en que se había sumido España, ya se había perdido casi toda América en aquellos ocho años de acumulación de errores, y la esperanza en que podríamos salir del pozo en el que la sumiera Fernando VII emergía de nuevo. El Ateneo se adornaba así con este nombre en recuerdo de la diosa de la sabiduría, Palas Atenea, Minerva para los romanos, y de Hermes, el Mercurio romano, dios olímpico, el mensajero, y entre los dos Helios o Apolo, dios del sol, la lógica y la razón, de cuyos favores andaba tan necesitado el país. Hoy siguen presidiéndonos en nuestra “Docta Casa” desde las magníficas pinturas de Arturo Mélida que adornan el techo del Salón de Actos.

Noventa y dos fueron sus fundadores, verdaderos “noventa y dos de fama”. Entre ellos estaban los más ilustrados de Madrid, los más adecuados para “la difusión de la ciencia, las letras y las artes por todos los medios a su alcance” como reza hoy su artículo segundo. Su Presidente interino fue José Guerrero de Torres, historiador y junto a él en esa primera Junta estaban el botánico Mariano Lagasca, el diputado José Heta, el marino y diplomático Saturnino Mo, Martín de Foronda, matemático que luego sería ministro de Marina, Ángel Calderón de la Barca, natural de Buenos Aires y diplomático que acabaría siendo secretario de la Legación en Rusia ese mismo año y Fermín Sánchez Toscano que acabaría siendo oficial mayor de la Junta Suprema de Sanidad del Reino.

El dictamen de esta Comisión preparatoria planteó como objetivo del Ateneo “buscar los medios de aumentar la falange inexpugnable de la razón” y “vulgarizar, por decirlo así las ciencias, las letras y las artes, que son las palancas poderosas que conmueven las naciones y por último deciden su suerte”. Ya entonces se destacaba la necesidad del contacto con otros países en su deseo de difundir el conocimiento. Así se crean ocho Cátedras gratuitas: de idiomas (alemán, inglés y francés), de Ciencias morales y políticas (Derecho Natural, Historia y Economía Política) de Ciencias (Matemáticas) y también enseñanzas prácticas como la taquigrafía. Significativo es el aplauso que se les otorga en la memoria de aquel año “¡Lo eterno a los sentimientos patrióticos de estos ilustrados socios! Tributemos a su infatigable celo y arduo trabajo un testimonio de gratitud”; y no era para menos en una época donde la enseñanza era una “rara avis”. Delicado resulta también el aplauso a Mariano Ledesma, encargado de la enseñanza teórica de la armonía para “poner en práctica combinación de sus cantos” para “generalizar entre nosotros y formar el gusto de este arte encantador que exista los animoso a la sensibilidad”. No puede resultar más delicada, ni más deliciosa la lectura de estos textos.

Todo se acabaría cuando, formada la Santa Alianza, entran en España los 100.000 hijos de San Luis, un redondeo a lo grande porque solo fueron 65.000 los que bajo el mando del Duque de Angulema atravesaron toda España sin el menor contratiempo. Los liberales se refugiaron en Cádiz, la cuna de la Constitución de 1812, pero sufrieron una gran derrota que terminaría con la ignominiosa ejecución del General Riego. Ahorcado en la Plaza de la Cebada su cuerpo sería “arrastrado en inmundo serón por las calles de Madrid”. Fue el comienzo de lo que la historia ha conocido como la “década ominosa”. No terminó hasta el fallecimiento de Fernando VII. Presidía por aquellas fechas el Ateneo el general Francisco Javier Castaños, Duque de Bailén, que había sido precedido en la presidencia por el filósofo Manuel Flores Calderón y el abogado Manuel Gutiérrez de Caviedes. De nada sirvió el prestigio y popularidad del Duque; no logró que Fernando VII desistiera en su intención de cerrar el Ateneo “empecinado en que desaparecieran todos los vestigios de aquella sociedad patriótica (liberal) y literaria” hasta el punto de que ordenó que las “actas, reglamentos y memorias del Ateneo Español se recogiesen y archivasen en los archivos de palacio” donde aún siguen.

Años después, en 1835, muerto ya Fernando VII, los exiliados en Londres que huyeran para salvar su vida regresaron. En 1835 se volvió a fundar el Ateneo con profundas discusiones acerca de si era una nueva fundación o una continuación del anterior, cuyo espíritu pervivía. El Ateneo fue realidad con el apoyo de la Sociedad Económica Matritense.

Hoy, 200 años después de aquel 14 de mayo, el Ateneo no ha podido celebrar esta efemérides por la situación excepcional en la que nos encontramos.

Este año de 2020, el Ateneo de Madrid conmemora el II Centenario de su fundación, es un año pleno de celebraciones de centenarios entre los que podemos destacar la V vuelta al mundo por Magallanes-Elcano que convirtió el Océano Pacífico, rodeado por Filipinas al Sur y las Marianas al Norte, y flanqueado por todo el Este por América, en el “lago español”; el II Centenario de Concepción Arenal participante activa en sus actividades de progreso del Ateneo, sobre todo en favor de la liberación de la mujer por la vía de la educación, ella fue pionera en la Universidad y defensora del respeto a la dignidad de los presos y de los heridos en la guerra y en la más reciente, el I Centenario de Benito Pérez Galdós, uno de nuestros socios más ilustres.

El Ateneo de Madrid va a celebrar su bicentenario durante todo un año, se iniciará el día 24 de octubre del 2020, fecha en la que se realizó el primer acto formal con el discurso de su Presidente de inauguración del primer año académico ateneísta, y finalizará el 23 de octubre del 2021. En ese año se realizarán múltiples actividades culturales de toda índole y continuarán las que habitualmente organizan la Secciones, Agrupaciones, Cátedras y Junta de Gobierno, desde la reapertura del Ateneo en el año 1982 en lo que podemos llamar “nueva etapa democrática” al finalizar el intervencionismo y control del estado dictatorial. De forma paralela a las anteriores se mantendrán aquellas celebraciones relevantes, como el Centenario de Benito Pérez Galdós, la Semana de la Ciencia de la Comunidad de Madrid, Conciertos Infantiles del Conservatorio de Música de Madrid, etc. para completar la difusión cultural en los campos científico, literario y artístico, con la participación de todos los ciudadanos de Madrid y los Ateneos de España y de los países Iberoamericanos.