Tomamos prestado el siguiente artículo de la Revista de Occidente, publicada por la Fundación Ortega y Gasset

http://www.ortegaygasset.edu/publicaciones/revistadeoccidente

LEONORA CARRINGTON, MAGA Y MARTIR DEL SURREALISMO

Por Javier Martín-Domínguez

“Vacilo, lo confieso, en dar este salto,

tengo miedo de caer

en lo desconocido sin límites”

 André Breton. L´ámour fou

            La joven de larga cabellera está sentada en el centro de la estancia sobre una butaca azulada y roja cuyas patas semejan zapatos de tacón puntiagudos. Mira fijamente al frente, con una mirada desafiante. Tiene posada su mano derecha en el sillón y la izquierda levantada a media altura- con sus dedos en posición de sortilegio -dirigida a una hiena que está a su lado. No es el único animal. Colgado en la pared, aparece un caballito de cartón infantil cuyo balancín parece atravesarle la cabeza por su situación a su espalda; y por la ventana historiada con un cortinaje amarillo podemos ver otro caballo, también blanco, que corre al galope entre arboles alejándose de la escena, sugiriendo huida y libertad. Ella viste unos pantalones blancos ajustados de montar, camisa marrón y chaqueta verde. El resto de la estancia está vacía, sin muebles,  y su suelo compuesto por baldosas donde se proyectan las sombras de la joven y la hiena.

Así se retrató Leonora Carrington, como una maga, protagonista de su Inn of the down horse, Autorretrato en la posada del caballo del alba. Parecen los elementos de un sueño para interpretar, las claves de una personalidad no revelada, los deseos por cumplir y el futuro por conquistar. Podría ser un exorcismo en marcha o una acción mágica. La artista tenía poco mas de veinte años cuando plasmo tan expresivo retrato de si misma. Vivía en una casa de campo al sur de Francia en Saint Martin d´Árdeche, junto a su amante, el pintor alemán Max Ernst, uno de los mas reconocidos en el mundo del arte europeo a mediados de los años treinta. Realizado en un momento de estabilidad y felicidad de la pareja, el cuadro ya muestra algunas de la líneas maestras de la obra de Leonora Carrington: su carácter biográfico, la  estructura clásica en la composición y disposición de los elementos pictóricos, su gusto por los animales y el color, y especialmente el aire enigmático resultante de la suma de los elementos presentados y la composición. La obra invita a cuestionar que pasa ahí, que quiere expresarse en este tableau vivant, que secreto esconde esta historia pintada.

Este revelador autorretrato, que hoy cuelga de las paredes y formar parte de la colección del Metropolitan Museum de Nueva York, estuvo a punto de desaparecer cuando Max Ernst fue confinado en un campo de concentración por la invasión nazi de Francia. Ante el peligro que acechaba, Leonora decidió abandonar la casa que compartían y con la ayuda de unos amigos viajar a España en busca de un salvoconducto para Max en el año 40, recién terminada la Guerra Civil. En su precipitada huida, Leonora dejó su obra y varias mas de Max Ernst en la casa de Árdeche. Al escapar del segundo campo donde estuvo internado, fue Max  quien paso de nuevo por la casa, ya ocupada por otras personas, y rescató las obras. Hay un testimonio fotográfico de los cuadros de la pareja colgados de un árbol en Villa Air Bel, en Marsella, donde el grupo surrealista y otros artistas e intelectuales esperaban la salida hacia el exilio huyendo de los nazis con la ayuda de Varian Fry.

Sola, mágica y vital. Así encontré a Leonora casi setenta años mas tarde, en su última casa, la de la calle Chihuahua en la colonia Roma de Ciudad de México, donde accedió a recibirme, a conversar durante días y a sentir la fuerza de su personalidad y respirar el aire surrealista que la envolvía. En el piso bajo, a continuación del salón de nuestra reunión primera, se abre una puerta a la cocina donde su cuidadora Yolanda prepara el agua para el té. Es amplia, con una mesa redonda de madera a juego con el aparador donde se ven fotos de sus antiguos gatos y de la Reina de Inglaterra sujetas entre los cristales. Guiños a su país de cuna. Subimos a la primera planta por la escalera desdoblada en dos tramos y en otro salón abierto con chimenea de obra veo desplegados varios de sus cuadros, destacando La Giganta. Me muestra dos grandes telas hilvanadas con hilos de oro que representa dos imágenes que parecen dragones también obra suya. “Para estos me ayudó Chiki”. Hablamos de su marido, el fotógrafo intimo de Robert Capa, con el que escapó de Hungría cuando sus ideas socialistas hacían peligrar su vida.  Al final del pasillo abierto, una puerta de cristal da paso a su estudio. “Tengo otro arriba, pero este es mas calentito” Sin rogarle, se dispone a subir los peldaños metálicos de la escalera de caracol que conducen al piso alto y me abre el otro lugar de trabajo. Con cara de niña traviesa abre un armario y me muestra el que dice es su ultimo cuadro. “Ya no puedo pintar mas, los pinceles ya no obedecen a estas manos” Y culminamos la subida a la azotea, donde unos viejos cacharros componen una escultura orgánica que sin duda ha salido de la imaginación de esta mujer que sigue mirando de tú a tú a su jacaranda que lo llena todo, el espacio y los ojos, como una grácil prisionera entre muros, pero satisfecha de su destino trepando hasta el cielo. Estamos como subidos a las ramas, alcanzado a tocar las hojas pequeñas, estiradas y sutiles de este árbol que parece una plantita agrandada. El tronco ya se ha hecho poderoso y deja adivinar unas raíces solidas y profundas. Pero su gracia esta sin duda en este entramado de ramas que parecen bailar con la escasa brisa y agitar sus hojas suavemente rozándose con el aire del atardecer. Desde este ultimo piso de la casa de Leonora dan ganas de irse por las ramas de la jacaranda; y subir o bajar por ellas como peldaños hacia un pozo de las maravillas.

Solo un árbol puede hacer un paraíso. La jacaranda, que apenas tenía un palmo cuando se plantó, se ha aupado hasta el cielo sujeta en sus raíces solidas y extendiendo sus gráciles brazos y  sus leves hojas recortadas por el patio de luces. Está protegida y hace vida de interior, como su dueña, pero desparramando su belleza por el aire. Tras recorrer el mundo, en un largo viaje, presa de desazón o de ganas de libertad, el paraíso de Leonora puede ser el de una casa cerrada a cal y canto con vistas a un interior verde y luminoso. De Inglaterra a México, de Paris a Madrid y Santander, de  Lisboa a Nueva York,… Un largo y tortuoso camino entre la luz y el sobresalto, poblado de aventuras, risas y lagrimas, hasta poder parar y levantar las murallas que protejan a la flor. El paraíso encerrado, con vista interior de la ultima surrealista, Leonora Carrington. La hiena de aquella habitación recreada en la juventud se ha convertido ahora en una serie de personajes antropomórficos salidos de la imaginación de Leonora y solidificados en una fundición. Constituyen su ultimo trabajo, el final de su legado artístico, que entronca con toda su obra previa poblada por espíritus, animales, plantas…ordenadas /desordenadas en torno a un plan interno perfectamente definido y controlado por su creadora. Como si hubiese exorcizado por fin todos sus demonios, materializándolos en formas humanoides con rasgos animales.

Sentados a la mesa y entre humos de té, despliego mi regalo llevado desde España para Leonora: Un libro de caballos, representaciones artísticas a lo largo de la historia de la pintura. Esa figura que siempre despliega su poderío, pero mantiene una belleza que le hace casar con lo femenino. Le ilusiona verlo. No es un regalo casual. Mas allá de la cortesía, lo que quiero explorar es esa intrigante identificación de Leonora con “el caballo” que aparece de forma tan clara en su cuadro pintado en Saint Martin bajo la mirada de su amado Max. Y que seguirá repitiéndose una y otra vez en su obra. ¿Fascinación y/o identificación?. “Eso es lo que pensé yo de chiquita, sí…que era un caballo” Leonora montaba a caballo desde muy niña, al contrario que sus hermanos a los que no les interesaba en absoluto la equitación. Quizás fue su forma de escapar de la educación rígida y “de mujer” que recibió, en contraposición a la que le dieron a sus hermanos. Sin duda en el caballo, Leonora encontró su libertad, y al trote recorrió el mundo como en una escapada que nunca se llegaba a culminar. Se niega a darle una lectura simbólica en la imaginería creada por ella en su obra. “Para mi no era símbolo de nada. Era el caballo. El caballo es un caballo, no busque mas lejos, no busque símbolos. Yo no voy a ofender a los caballos usándoles de símbolo de nada. Yo quería a los caballos” Aun así, se mostró muy contenta con el libro, se abrazó a él, haciendo feliz al visitante o informándole gestualmente de que los caballos si estaban cerca de su corazón. Poderosa y al galope. Ella, caballo…sería un titulo idóneo para una biografía sin parar en busca de la libertad, la carrera de la novia del viento.

Fue otro libro el que cautivó a Leonora entroncándola con la corriente surrealista. “Si, fue amor a primera vista al contemplar el libro de Herbert Reed, un critico inglés muy inteligente y muy cortés. En la portada había un cuadro titulado “Deux enfants menacés par un rosignol” (Dos niños amenazados por un ruiseñor). Es un Max Ernst. Es fantástico, es maravilloso ¿lo conoce? Un cuadro maravilloso” insiste Leonora. El libro se lo enseñó su madre y unos días después unos amigos le presentaron al artista alemán que exponía en Londres.  Quizá haya que verlo como algo premonitorio sobre el futuro  que aguarda a el pájaro superior ( Max) y la novia del viento (Leonora). Se conservan unos bellas fotos de la escapa al campo de un grupo de amigos que unió a la joven con deseos escapistas y al ya maduro artista. En una de ellas, Leonora aparece junto a Lee Miller, Ady Fidelin, y Nush Eluard en Cornwall, todas con los ojos cerrados, con un aire de ensoñación, en pose surrealista… Fue un flechazo.  Surrealismo y sueño. Leonora, que ya había estudiado pintura en Italia y Francia, escaparía de Inglaterra y del corsé familiar para reunirse con Max en Paris.

El paraíso de los artistas era Paris. Y allí se instaló Leonora con su querido Max que andaba perseguido por su esposa que le llegó a abofetear el público. Conoció al Picasso que pintaba reiteradamente a su Dora Maar. Instalada en Saint Germain de Prés sus armas pictóricas unidas a la filosofía del surrealismo, con Bretón como maestro, Leonora parecía haber encontrado su sitio. Pero el amor y la necesidad de tiempo para la pareja les llevo hacia el Sur. Ya todo sería camino hacia el sur. Max eligió un pueblecito en la zona de Ardeche, donde el rio del mismo nombre hace requiebros entre rocas creando paisajes inauditos. La madre de Leonora puso el dinero y se compraron una casita en las afueras, donde amar y pintar fue solo una cosa. “Max hizo unos murales escultóricos, que creo que aun están en pie” Lo comenta como de pasada porque aquel tiempo de la felicidad escondía un final mas que tortuoso. Allí pintó su conocido autorretrato buceando en lo mas hondo de su personalidad, tanteando la vía surrealista que es la de la introspección sin limites.

Muchas de las obras de Leonora están referidas a esta hora del día, que puede ser el ocaso, en que resucitan los muertos, salen los espíritus del bosque, los humanos pueden transformarse en animales y viceversa. Los árboles cobran vida también. Los animales son humanos. Una mujer se puede transformar en un caballo. El caballo puede cobrar alas, como una mariposa. Es el encuentro con el espíritu, con el verdadero ser y donde la materia adopta la morfología de este espíritu. Y tal morfología puede ser tan insólita como puede ser el espíritu”. Luis Carlos Emerich, que organizó su gran retrospectiva mexicana, lo explicaba así, en la larga conversación que mantuvimos analizando el trabajo de Leonora en casa de las hermanas Pecanins, galeristas hippies y gemelas, gemelas y hippies a partes iguales, de una cordialidad y generosidad sin limites. Fueron mis primeras anfitrionas en este viaje al territorio de Leonora. Nos citaron en su galería situada frente a la copia de la fuente de las Cibeles madrileñas que hay en el Distrito Federal. Al llegar a la cita fui a pagar el taxi y eche de menos mi cartera. Noooo! El síndrome del turista burlado en solo unas horas en la ciudad se apoderó de mi. Mi compañera de viaje Paz Bilbao se quedó para cumplir con el horario y yo regresé al hotel, donde felizmente mi cartera reposaba encima de la mesilla. Me uní a la comida en el restaurante contiguo a la galería y quede fascinado ante la visión de las gemelas, con sus largos pelos con vetas blancas, sus manos anilladas al limite y sus atuendos sesenteros. “Que tomas?”. Dije que lo mismo que ellas estuvieran bebiendo, y empezó la fiesta de “los tequilitas” que duraría durante toda la estancia. Creo que me aliviaron los nervios y me preservaron el estomago de cualquier venganza que planeara Moctezuma. El ritual del tequila nos perseguiría en cada cita. También en la galería de Inés Amor, que ya a mediodía nos ofreció el elixir mexicano para hablar de las primeras obras que había expuesto Leonora en esta Galería de Arte Mexicano (GAM) que con su madre Carolina sin duda proyectó a los mas grandes de México durante los años pioneros y difíciles para la credibilidad del arte y los artistas en estos pagos.

Aunque los surrealistas terminarían llegando a México bajo aquel lema de que era el verdadero país del surrealismo– lo que aún hoy parece cierto -, ni a Leonora, ni a muchos de sus colegas parisinos se les ocurrió nunca que este fuera su destino. De no ser por los avatares del mundo en crisis, del avance nazi sobre Europa, el paraíso encontrado para Leonora y para Max estaba en Ardeche. Allí se establecieron e hicieron de su casa un lugar de peregrinaje para los mejores artistas de la época. Lee Miller se encargó de retratarlos con una Leonora bella y pletórica pasando su brazo por encima del hombro de Max. Vestida con una chaqueta de cascabeles, alegres como ella misma. O con un Max abrazado, rendido ante ella, cubriendo con las manos  sus pechos al sol, en una foto para la posteridad.

Luis Carlos Emerich, un hombre muy sensible, analizaba así su relación: “Hay un retrato que pintó ella al alimón con Max Ernst, que es un retrato de Max congelado como en el polo norte. Yo no se si desde entonces Leonora congeló la imagen del hombre aunque fue una persona que amó profundamente, hasta el último de sus días, a Max Ernst. Lo quiso, lo adoró. Siempre ha hablado de él con mucho cariño. Fue un hombre determinante en su vida.  Pero curiosamente estaba congelado. Max Ernst encaneció muy joven, entonces se veía como el abuelo de Leonora Carrington. De alguna manera también representó alguna autoridad, pero digamos que era la autoridad más amable y comprensiva. Una autoridad perfectamente identificable porque el abrió todo un mundo. Fue a través de Max Ernst que entró al grupo surrealista” Pero quien de verdad le agregó al grupo, sin relación amorosa por medio, fue el patriarca del mismo, André Bretón que entendió la pulsión mágica de Leonora, su radicalismo sentimental, su profunda verdad surrealista. El sería quien la publicó sus textos en la Antología del humor negro, y quien defendería su pertenencia a un grupo en el que se era surrealista no por obra, sino “por nacimiento” como siempre creyó ella.

Pero la tragedia estaba apunto de asomarse a la vida de Leonora, de Max, de los surrealistas y del mundo entero. El avance nazi sobre Europa tocó a las puertas de Francia y desbarato las vidas de todos ellos. Sus destinos se separaron. El amor y la felicidad rotos. Huir, de nuevo huir como cuando era niña y se escapaba de casa. Emerich destaca que “la huida también es esta forma de transformación en su obra. Ir de un país a otro es transfigurarse. Me imagino que no la aguantaban, porque la ponían en un colegio y se escapaba al otro día. Y se iba de un país a otro, siendo muy joven”. Hay un cuadro destacado con ese titulo que tiene como fondo el gran caserón donde vivía la familia y un camino ondulado por donde una figura se da a la escapada. La situación era ahora sin duda mas tensa e imprevisible. Con sus amigos y en coche atraviesan Andorra y entran en la España del año cuarenta recién terminada la Guerra Civil.

 

Sentados en la penumbra de su salón, resulta difícil sonsacarle a Leonora una descripción de aquellos días. Distancia y dolor le crean una tensión mental que hace muy delicado plantear estas cuestiones. “España estaba bien, excepto que no había puentes. Íbamos en coche, ya lo habían destruido en la Guerra Civil, porque era poco después. Teníamos que dar rodeos para poder pasar los ríos, porque habían volado todos los puentes durante la guerra. Fuímos  lo mas rápido que pudimos hasta Madrid. Queriamos dejar atrás a los alemanes Yo estaba muy asustada todo el tiempo. Y evitando siempre a los alemanes. No estuve mucho tiempo, iba mucho a El Prado. Tienen una de las mejores colecciones de El Bosco y de Breughel”.  Estos pintores son referencia clave en su obra pictorica. Su sentido narrativo, la relación de paisaje y figuras, incluso las técnicas pictóricas aprendidas en Italia y Francia la emparentan con estos clásicos tan amados por la pintora. Fue el mejor fruto de su rápido paso por Madrid, antes de su episodio mas traumático en tierra española.

 

Lo que yo padecía tenia un nombre, lo llamaban “sindrome de Guerra” o algo parecido. Era miedo a los nazis. Bajo estas condiciones estaba yo en España, figúrate. Era como estar en una prisión. Me hace sentirme mal todo aquello, prefiero no hablar de ello. Me hace sentir muy mal” Se queda Leonora pensando hacía sus adentros, con la mirada extraviada sobre la larga mesa, con el horror zarandeando su memoria. Aquella aventura para intentar conseguir un pasaporte para Max, la llevó a perder al amor de su vida y casi a perder el juicio. La larga mano de su poderoso y adinerado padre llego hasta la capital española. Movilizó al cónsul británico que la localizó después de probablemente haber sido violada en un hotel de Madrid por unos fachas. Con la colaboración de un médico la metieron en un coche, la inyectaron un tranquilizante y la condujeron por carretera hasta Santander. El destino inesperado era la Clínica de los doctores Morales, padre e hijo. Mariano era un reputado psiquiatra, con estudios en Viena, que regentaba un sanatorio para gente adinerada.  En palabras de Luis Carlos Emerich “Ella ya era distinta, y entonces la gente distinta, como ella, era condenada por la propia sociedad. Como Leonora se ha sentido siempre, condenada por la sociedad y un poco repudiada por su familia, por ser libre. Tuvo un ataque psicótico al grado que fue hospitalizada en un centro para enfermos mentales, cuya imagen aparece en uno de sus cuadros que se llama precisamente “Down below”.  De aquella experiencia traumática, la caída al pozo de la locura, queda la representación gráfica de ese cuadro, una foto junto al joven doctor Morales  y sobre todo ese libro clave en la historia y el historial de Leonora que es “En bas”, “Down below” o “Memorias de abajo”. Lo escribió originalmente en francés como una catarsis promovida por otro psiquiátrica., Pierre Mabille. “Me dijo que tenia que escribirlo, para liberarme de todo eso. Por eso lo escribí.”

 

Caída al abismo. “Hace exactamente tres años estuve internada en el sanatorio del Doctor Morales en Santander, España, tras declararme irremediablemente loca el Doctor Pardo, de Madrid, y el cónsul británico. Empecé hace una semana a reunir los hilos que pudieron llevarme a cruzar el umbral inicial del conocimiento. Debo revivir toda esa experiencia porque haciéndolo creo que me ayudará en mi viaje más allá de esa frontera a conservarme lúcida. Y me permitirá ponerme y quitarme a voluntad la máscara que va a ser mi escudo contra la hostilidad del conformismo” Así empieza Leonora esa rememoración que, de no ser clínicamente trágica, cumpliría escrupulosamente con un mandato surrealista de introspección hasta lo mas hondo, hasta el límite de uno mismo. Le aplican medicamentos equivalentes a las descargas de electroshock. Ese caballo indomable que Leonora lleva dentro resiste. Su constitución atlética le permite hacer frente a esa apisonadora vital. Su pequeña celda de reposo obligado, empieza a encontrar una ampliación en el jardín del sanatorio. Leonora lo hace propio. Crea una topografía singular, un mapa liberador. Luís Morales, el hijo del psiquiatra, le resulta cercano. Charlan sentados en el banco de tiras de madera. Vuelve el sosiego y por fin, sin que familiar alguna fuera nunca a visitarla, llega a Santander una cuidadora inglesa con la que viaja a Lisboa para devolverla al redil familiar.

Me turba rememorar esta situación con Leonora frente a mi, sentados a la mesa en su casa de la calle Chihuahua. Ni los años pasados mitigan el dolor que traslucen las páginas de hondas memorias escritas por ella poco después de su encierro. Tenía entonces 23 años. Ahora está a punto de cumplir los 90. Podía pensar que España fue un infierno para ella, y que aún lo sentiría como tal. Pero Leonora ama a los españoles. Encontró en el grupo español su gran familia en los años mexicanos. Será por eso que su cordialidad conmigo, frente a todas la voces de alerta que me previnieron antes de verla, es absoluta. Hoy no estamos para ahondar en la herida. “¿Damos un paseo?”. “Pues, claro”, le contesto y salimos por fin de la casa a airearnos por la Colonia Roma. Casi enfrente hay un edificio desvencijado, hundido, por causa del gran terremoto. Como un símbolo de un pasado arruinado.

Memorias de abajo va mas allá del relato biográfico, se trata de uno de los textos mas hondos y brillantes de los surrealistas. El objetivo del movimiento era la total liberación de la mente. Inspirado por Freud, pero desafiante frente a sus teorías, los surrealistas insistían que la represión de cualquier tipo  era mala. Y por tanto la civilización que la promovía. El texto vital de Leonora se corresponde con aquellos principios de  aplastar los limites constrictores del intelecto, asaltaron las fronteras de  la irracionalidad, bebiendo en los mas crudas fuentes de la creatividad. El surrealismo es una condición, una sensibilidad, una actitud política. Para Breton  era “el verdadero proceso de pensamiento, libre del ejercicio de la razón y de cualquier propósito moral o estético”.  Vivir, no racionalizar.

No es que le cueste hablar a Leonora de aquel episodio,  el episodio de los episodios en su biografía; es que su modo de vida es el de “no dar explicaciones”. Leonora no explica sus cuadros, como nunca explicó su comportamiento. No opina; hace. Y cuando repara en algo es en las pequeñas cosas. La flor que nace en un tiesto urbano y que cruzamos en nuestro paseo. Ese sonido que llega de alguna parte. Una sombra. La calidad del aire. La luz. Con los sentidos abiertos y sin prejuzgar nada.

Quede la lectura de sus Memorias de Abajo para calibrar la hondura de su caída al abismo. Pero no hay rastro presente de tensión o desvarío. Todo lo contrario. Como no hay rastro de aquel sanatorio comido por el desarrollo santanderino. Aquella niña grande hizo su excursión surrealista en carne viva, quizá como no la experimentó ningún otro miembro del grupo intelectual. El guardián de la esencia surreal, André Bretón, ya intuyó su profundidad en los días de Paris y sería su defensor también en el tiempo de Nueva York. Leonora es una mujer de un pieza, construida a si misma, con una fortaleza interior a prueba de todo y que solo su sentimentalismo de madre parece abrir un grieta a la inestabilidad. Se salvó a si misma, por ella misma, sin el ungüento del amor.  “La pasión es algo muy variado. Tiene muchos sentidos la palabra pasión, ¿no? Se puede tener un pasión por el cigarro, por ejemplo, o un pasión para la moda, o un pasión por el dinero, o un pasión por una persona. Bueno, hay muchas pasiones. Y también se puede tener una pasión por la pintura. En mi vida el amor más importante, para mi, es el amor para mis hijos, es todo lo que puedo decir. El amor a una persona es

como una borrachera. Y el amor para los hijos es algo que no se quita. La borrachera se quita con un dolor de cabeza, pero el amor de los hijos sigue….”

 

Cuando Leonora dejó el sanatorio y llegó a Lisboa en tren con su dama de compañía, en una café le dio esquinazo para no volver a ser absorbida por su familia y se marchó de inmediato a la Embajada de México. Allí estaba destinado Renato Leduc, al que había conocido en París- y que fue quien la presentó a Picasso –y al que  había visto también en aquel Madrid de estación de paso, como recuerda en sus Memorias de Abajo

En aquel mundo turbulento, había que buscar una salida o engancharse a una tabla de salvación inmediata. Cuando Max escapó del segundo campo de concentration se dirigió a Marsella, encontrando refugio a la espera de salida en la famosa Villa Air-Vel, donde tambien esperaba Bretón y tantos otros intelectuales europeos para escapar del nazismo. Gracias a la labor de Varian Fry acabarían cogiendo barcos con un último destino a America tras atracar en Casablanca o Lisboa. En aquella estación de paso, la coleccionista y millonaria Peggy Gugemheim trabó algo mas que una amistad con Max el mas grande de los pintores del momento. Le hizo suyo. Y así, con la familia de Peggy, niños y exmarido incluidos, llegaron a Lisboa en busca de un avión para Nueva York. Max tuvo que atravesar España en tren en una rocambolesca peripecia, camino de Lisboa y del exilio en America. La sorpresa fue mayúscula para todos, pero especialmente para la antigua pareja de enamorados de Saint Martin: Leonora y Max que habían hecho caminos muy distintos, atravesando calamidades y peligros, se encontraron  sin saberlo de antemano en la capital portuguesa. El destino les unía de nuevo. Pero ninguno de los dos ya estaba solo. Había pasado apenas un año, pero la Gran Guerra y las huídas parecian haber ocupado toda una vida.

Entre los Nazis y el sanatorio psiquiátrico, la relación sentimental se había evaporado. Parece que Max reprochó a Leonora que no se hubiese llevado todos sus cuadros a buen recaudo de la casa de Ardeche. Le preguntó por ellos, antes que por su salud. Ahí fué cuando se debió quebrar defintivamenete el vínculo. Max volvió a enloquecer ante los encantos de su joven musa, bajo la mirada celosa de Peggy. Leonora había tomado ya la decision de distanciarse de “su segundo padre” y hacer desaperecer de us vida una fuerza autoritaria- en su relación y/o en su arte –y se casó en la Embajada con el poeta y diplomatica Leduc, un hombrón, fuerte y dicharachero. Rechazaron el ofrecimiento de la millonaria Guggenheim para volar a Nueva York y esperaron a hacer la travesia en barco para entrar por la bahía del Hudson a la ciudad de los rascacielos, el Nuevo refugio del Grupo Surrealista.

Fué breve la estancia americana de la que queda esa constancia fotográfica a modo de notario de presencias con el grupo de los exiliados, desde Max a Duchamp, Ozemphant o Mondrian…agrupados en cuatro filas mirando unos a la derecha, otros a la izquierda. Para no perder su bis surrealista, se dedicaron a los juegos colectivos, que urgaban en lo mas hondo y les permitian olvidar los momentos tan críticos que acababan de vivir en la vieja Europa asolada por el fascismo.

 

Una de las tardes de conversación nos sentamos junto a la larga mesa de madera en el zaguán de la casa, rodeados de sus esculturas sobre animales imposibles. “Contar la vida de uno y que parezca natural es una impostura. ¿Por qué no jugamos…?”. Y con ojos chispeantes y voz arrebatada propone: “¿Jugamos a Si c’était une fleur / Si fuera una flor…?, ¿conoce ese juego? Los surrealistas jugábamos todo el tiempo. Si fuera un insecto… Quiere que juguemos…? Uno sale de la habitación y se decide de quién hablamos. Al volver le preguntamos y tienen que acertar a quién nos referimos. Si fuera una cucaracha, por ejemplo”. Ahora los Ernst, Duchamp, Breton o Man Ray parecen concitados a la mesa de la calle de Chihuahua convertidos en singulares figuras moldeadas por Leonora, “una suerte de maga, de encantadora, de comadre de Merlín”, como la calificaba Carlos Monsiváis en la conversación que mantuvimos solo unos meses antes de fallecer  conel gran almacenador de sabiduría artística de México.Leonora prefirio en su día dejar Nueva York y hacer la aventura de México y allí se quedó hasta el final de sus dias. Se separó de Renato, y abrazó al discreto Chiki Weisz, el hombre de “la maleta mexicana”, reaparecida hace pocos años. En el laboratorio de Paris, donde revelaba los carretes,  rescató las ultimas fotos de su amigo y compatriota Capa, llevandoselas hasta Marsella y dejándolas en manos de un diplomático mexicano.

Leonora respiraba surrealismo por todos sus poros, y lo desparramó desde su casa Mexicana por toda America. Su influencia sobre los artistas, escritores, dramaturgos,… del continente iberoamericano ha sido profunda  y extensa.  Carlos Fuentes, Garcia Marquez, Buñuel, Jodorowski,…todos y cualquier de los mas grandes pasaron por su manos. Tambien ella se ha transfigurado en “artísta latinoamericana” (así la catalogan hoy expertos, galerias y museos) revalorizandose su obra considerablemente y destacandose su aportación en el contexto de las mujeres artistas del continente, integrando un grupo clave para el arte contemporaneo. En el grupo tambien tiene nombre propio su amiga del alma, la española asentada en México Remedios Varo.

Con el surrealism bien hundido en sus entrañas y con los ojos llenos del color y del folklore mexicano, ellas supieron combiner el mundo lúdico que se les habría alrededor con la expresion de sus mas íntimas verdades para crear obras tan bellas como expresivas.  Superado el martirio de la persecución, el encierro y otras presiones, acabaron como dos grandes magas que siguen descargando sus pocimas sobre el tiempo presente. Leonora, martir y maga,  es la última flor del surrealismo, que sigue creciendo.

Javier Martín-Domínguez